Esa mujer - Rodolfo Walsh



El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

La capa - Dino Buzzati



Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
 
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.
 
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás...»

Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.

Ovidio - Transformación de Dafne en laurel





El primer amor de Febo fue Dafne, la hija del Peneo, hecho que no fue infundido por un pequeño azar, sino por la cruel ira de Cupido. 

El dios de Delos, engreído por su reciente victoria sobre la serpiente, había visto hacía poco que, tirando de la cuerda, doblaba las extremidades del arco y le había dicho: "¿Qué intentas hacer, desenfrenado niño, con estas armas? Estas armas son propias de mis espaldas; con ellas yo puedo lanzar golpes inevitables contra una bestia salvaje o contra un enemigo, ya que hace poco que he abatido con innumerables saetas a la descomunal Pitón que cubría con su repugnante e hinchado vientre tantas yugadas. Tú conténtate con encender con tu antorcha unos amores que no conozco y no iguales tus victorias con las mías". El hijo de Venus le contestó: "Tu arco lo traspasa todo, Febo, pero el mío te traspasará a ti; cuanto más vayan cediendo ante ti todos los animales, tanto más superará mi gloria a la tuya". Y hendiendo el aire con el batir de sus alas y sin pérdida de tiempo, se posó sobre la cima umbrosa del Parnaso; saca dos flechas de su carcaj repleto, que tiene diversos fines: una ahuyenta el amor, y otra hace que nazca. La que hace brotar el amor es de oro y está provista de una punta aguda y brillante; la que lo ahuyenta es obtusa y tiene plomo bajo la caña. Con esta hiere el dios a la ninfa, hija del Peneo; con la primera atraviesa los huesos de Apolo hasta la médula. El uno ama enseguida; la otra rehúye incluso el nombre del amante; y émula de la virginal Febe, deleitándose en las soledades de las selvas y con los despojos de las bestias salvajes que capturaba, sujetaba con una cinta sus cabellos en desorden. Muchos la pretendían, pero ella, alejando a sus pretendientes, no pudiendo soportar el yugo del hombre y, libre, recorre los bosques sin caminos y no se preocupa del himeneo, ni del amor, ni del matrimonio. Su padre le decía a menudo: "Hija, me debes un yerno". A menudo también le decía: "Hija, me debes unos nietos". Ella, temiendo a las antorchas conyugales como si fuera un crimen, cubría su hermoso rostro con un tímido rubor y, con sus brazos cariñosos rodeando el cuello de su padre, le dijo: "Permíteme, queridísimo padre, gozar por siempre de mi virginidad; lo mismo le había concedido a Diana su padre". El consiente; pero estos encantos que posees, Dafne, son un obstáculo para lo que anhelas y tu hermosura se opone a tu deseo. Febo ama y luego de ver a Dafne desea ardientemente unirse a ella; espera lo que desea y sus oráculos le engañan. A la manera como arde la ligera paja, sacada ya la espiga, o como arde un vallado por el fuego de una antorcha que un caminante por casualidad la ha acercado demasiado o la ha dejado allí al clarear el día, de ese modo el dios se consume en las llamas, así se le abrasa todo su corazón y alimenta con la espera un amor imposible. Conserva su cabellera en desorden que flota sobre su cuello y dice: "¿Qué sería, si se los arreglara?" Ve sus ojos semejantes en su brillo a los astros; ve su boca y no le basta con haberla visto; admira sus dedos, sus manos y sus brazos, aunque no tiene desnuda más de la mitad. Si algo queda oculto, lo cree más hermoso todavía. Ella huye más rápida que la ligera brisa y no se detiene ante estas palabras del que la llama:

El banquete - Julio Ramón Ribeyro

 

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.

No son tu marido - Raymond Carver



Earl Ober era vendedor y estaba buscando empleo. Pero Doreen, su mujer, se había puesto a trabajar como camarera de turno de noche en un pequeño restaurante que abría las veinticuatro horas, situado en un extremo de la ciudad. Una noche, mientras tomaba unas copas, Earl decidió pasar por el restaurante a comer algo. Quería ver dónde trabajaba Doreen, y de paso ver si podía tomar algo a cuenta de la casa.
Se sentó en la barra y estudió la carta.
—¿Qué haces aquí? —dijo Doreen cuando lo vio allí sentado.
Le tendió la nota de un pedido al cocinero.
—¿Qué vas a pedir, Earl? —dijo luego—. ¿Los niños están bien?
—Perfectamente —dijo Earl—. Tomaré café y un sándwich de ésos. Número dos.
Doreen tomó nota.

Sólo vine a hablar por teléfono - Gabriel García Márquez



Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
 
-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

-Están dormidas -murmuró.

La corista - Antón Chéjov



En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
—Será el cartero, o una amiga —dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.

La tristeza - Anton Chejov



La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
      El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.
      Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

La oveja negra - Augusto Monterroso


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Una muerte mental - Giovanni Papini



De uno de los más recientes suicidios en los últimos años no se conocería la verdadera historia si yo no tuviese el vicio de andar en busca de los raros con la esperanza -casi siempre superflua- de hallarme con un grande.


Todos nosotros sabemos qué defectuosas son las estadísticas; digo a propósito defectuosas, en el sentido de insuficientes. Aunque algunos equilibrados vegetantes lamenten con cara de pavor el crecimiento continuo de las muertes voluntarias, sé bien, por mi parte, que no todas son registradas. Entre los enfermos y los aparentes asesinados, los suicidas menudean. Constituyen, quizás, la mayoría. Algo me impulsa casi a decir que cada muerte es voluntaria. Pero ¿cómo? ¿De qué manera? ¡Ay de mí! ¡De maneras comunes, vulgares, vulgarísimas! Falta de sabiduría, falta de voluntad -pocos son los que prevén y pueden. Un arrojarse al encuentro del destino casi como pájaros dentro de la serpiente o locos en la hoguera. Hombres que no han querido vivir y han preferido el breve presente al largo y cierto porvenir. Leopardi aprobaría: pero ¿quién puede negar que ésas son vidas truncadas?

El suicidio cuyo misterio he sabido no se parece a ninguno de los conocidos hasta ahora. Ni la historia ni la crónica nos hablan de otro parecido o igual.

Corazones solitarios - Rubem Fonseca



Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.
Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar.
Antes de que estallara me corrieron.